Catedrático numerario de la Universidad Complutense.
Director honorario del Museo del Prado.
Cuando un español sensible visita museos y colecciones fuera de nuestro país, siente un latido de orgullo y satisfacción cuando ve, colocadas en lugar de honor y estimadas como piezas singulares, obras de arte españolas, que le transmiten de un modo inexplicable, algo muy vivo de la tierra lejana.
Esta satisfacción primera, ese reconocimiento afectivo y sentimental de lo "propio", va casi siempre seguido de un interrogante: ¿Cómo habrá llegado aquí esta pieza? ¿Cuál habrá sido el tortuoso itinerario de esa tabla desde el retablo para el que fue pintada, hasta esta sala que hoy la acoge, tan lejos de su entorno, de las devociones que la hicieron posible, de quienes la vieron como objeto de piedad o de recuerdo? Y ese noble retrato, ¿de qué salón habrá salido? ¿Dónde estarán los descendientes para los que sin duda se pintó, con voluntad precisa de dejarles memoria de su sangre antigua?
A veces, una inscripción en el propio objeto, el nombre del retrato, de ilustre apellido, o la dedicatoria sobre la plata de una pieza de orfebrería religiosa, nos informa con precisión del origen de la pieza, de dónde o para quién fue pintada o cincelada.
Pero la pieza está allí, en el Museo o en la colección remota, con un número de inventario, y a veces una cartela en la que sumariamente se subraya su interés o su belleza y su procedencia española. El itinerario, los intermediarios, los beneficios que su enajenación produjo, las circunstancias de su arribo, quedan, casi siempre, ignorados, al menos para el visitante que ha sentido ante ella la palpitación del reconocimiento.
Son muchísimos millares las obras de arte hispanas distribuidas por el mundo que dan testimonio de un continuo e incesante fluir de piezas significativas españolas a los mercados internacionales, y por lo tanto de un modo igualmente incesante vaciarse de nuestros templos, nuestras colecciones nobiliarias o burguesas, e incluso nuestras instituciones históricas, en beneficio de quienes, desde lejos, parecen saber estimarlas más y mejor que nosotros mismos. A veces, son conjuntos arquitectónicos enteros, que la prodigiosa técnica contemporánea permite extraer. Y claustros, ábsides, portadas o ventanas de monumentos españoles se exhiben en museos extranjeros como testigos -y trofeos-, de las destrucciones y mutilaciones a que ha sido sometido nuestro patrimonio en los dos últimos siglos.
Esa destrucción y saqueo es algo que de un modo u otro conocemos y lamentamos todos, pero esa lamentación no pasa de ser, muchas veces, una actitud de conveniencia. La necesaria protección, que podría ser el más seguro remedio contra esa incesante sangría, no la encontramos sino en las palabras retóricas de ciertos políticos, o en leyes que nacen tantas veces lastradas por la imposibilidad real de cumplirlas, o por la falta de voluntad de hacerlas cumplir.
La historia de nuestra cultura está llena de las agrias y profundas lamentaciones de quienes han denunciado una y otra vez ese expolio, y han intentado, desde unas posiciones generalmente modestas y lejanas de las decisiones del poder, conseguir formar una conciencia nacional que asumiese como propia la defensa de ese patrimonio que es de todos, sea cual sea la situación de su titularidad jurídica.
Desde los intentos protectores de los consejeros de Carlos III para impedir la casi masiva exportación de lienzos de Murillo desde Sevilla a Inglaterra en el siglo XVIII, hasta las apasionadas palabras de don Elías Tormo, defendiendo la integridad de los coros de las viejas catedrales, a los que la voluntad renovadora de algunos obispos condenaba a un traslado que suponía, en tantos casos, la antesala de la destrucción o la venta, son muchos los que han intentado -sin conseguirlo, por supuesto-, despertar un sentimiento de preocupación, de amor, de interés y de atención defensiva hacia el patrimonio artístico heredado.
La voz, apasionada y vehementísima, de Juan Antonio Gaya Nuño fue -incansablemente y a través de sucesivas publicaciones- un intenso revulsivo acusatorio que se esforzó en poner de manifiesto la estulticia y la mala voluntad de quienes propiciaron de un modo u otro la destrucción y malbaratamiento del patrimonio artístico español.
Su "Pintura española fuera de España" fue un intento de sistematizar cuanto de importante y significativo para la historia de nuestra pintura había salido de España hasta la fecha de su publicación (1958). Pero a la vez, intentó, en su dramática introducción, hacer el retrato de los "responsables", hermanando juntamente a los expoliadores extranjeros (los mariscales napoleónicos, el rey Luis Philipe de Orleans), con los aristócratas o burgueses enriquecidos españoles, que malbarataron colecciones importantes, y propiciaron la dispersión de cuanto sacó a plaza la guerra napoleónica y la desamortización de Mendizábal.
En su "Pintura europea perdida por España" (1965), reunió 334 obras maestras de la pintura universal -"muy minúscula parte de un patrimonio expatriado"-, que un día fueron españolas y salieron de España, aventadas por los mismos vientos de ignorancia y búsqueda de mezquino provecho.
Y aún, todavía, en 1961, en su obra "La Arquitectura española en sus monumentos desaparecidos", pasó revista a cuanto se destruyó en nuestra España, no sólo por obra de guerras y conflictos, lamentables y en cierto modo irremediables, sino por la ignorancia y el más torpe y mezquino deseo de "modernización". Sus palabras acerca del comportamiento de la nobleza y de los ayuntamientos respecto a sus viejos palacios o a los testimonios de la vida urbana en el pasado, son el más duro alegato hecho hasta ahora sobre la estulticia española. Su apasionado y acerado estilo, presta a estas páginas inflamadas un valor excepcional.
En esa misma línea se inserta el trabajo que el lector tiene hoy entre sus manos. Francisco Fernández Pardo ha elaborado una cuidadosísima crónica histórica de la expoliación española durante la Guerra de la Independencia y en los años inmediatamente posteriores, a partir de una atentísima revisión de los archivos españoles y de un amplio conocimiento de cuanta bibliografía se ha generado, hasta ahora, en relación con su investigación.
Mucho de cuanto se sabía de un modo impreciso, o se sospechaba, queda ahora ampliamente documentado y los testimonios literarios más dispersos, los recuerdos en libros de memorias, o las simples enumeraciones de obras de arte en Catálogos de Venta ingleses o franceses, se entrelazan, como los hilos de un espeso tejido, para ofrecer una detalladísima imagen del proceso empobrecedor de nuestro patrimonio, en aquellos años cruciales.
El presente trabajo, que se presenta como el primero de una serie en la que se abordarán otros episodios de esa "Dispersión y destrucción del Patrimonio Artístico Español", ofrece una muy detallada visión de lo que aconteció en los años de la Guerra de la Independencia. Buena parte de cuanto se nos detalla aquí era conocido por muy meritorios trabajos parciales, que habrían ofrecido ya noticias muy expresivas sobre el proyecto del Museo Josefino o sobre la personalidad de Frédéric Quilliet, responsable de buena parte de los expolios; pero ahora, con rica documentación del Archivo Histórico Nacional y del General de Simancas, y de algunos particulares, se facilitan datos importantes que permiten reconstruir con entera precisión, muchos episodios hasta ahora desconocidos, y desvelan entresijos -a veces apasionantes, a veces escandalosos- de lo que entonces sucedió.
La lectura atenta de estas páginas apasionadas descubre algo no por conocido o sospechado menos doloroso: la enorme responsabilidad que en este expolio toca a los propios españoles. Complicidades, debilidades e intereses, aparecen con frecuencia mezclados con la rapacidad de los franceses. Y también, en decidido contraste, aparecen actitudes heroicas, o episodios de astucia e ingenio para proteger el patrimonio, aunque con frecuencia también se advierte la tremenda ignorancia respecto a la verdadera significación de lo conservado, y una continua referencia a los valores económicos. Baste con referirse a la ingente cantidad de objetos de valiosa orfebrería que se hicieron moneda, atentos sólo a su valor intrínseco.
Gracias a este estudio, documentadísimo y expuesto con pasión y vehemencia singulares, se puede tener una visión detallada de lo que la Guerra de la Independencia supuso para nuestro Patrimonio. La rapacidad brutal de los franceses, la ignorancia de los españoles y la astucia de los ingleses, cooperaron a una destrucción y saqueo sin precedentes de los que -aparte las innumerables pérdidas definitivas-, se beneficiaron colecciones extranjeras y también españolas más o menos escrupulosas. Véanse, por ejemplo, las páginas dedicadas a la venta de lienzos "inservibles" desde la Academia de San Fernando, una vez concluida la guerra, o las ventas de documentos extraídos de los archivos de Simancas o de la Inquisición.
El empeño de Francisco Fernández Pardo es verdaderamente ejemplar y su lectura resulta apasionante, aun cuando, en ocasiones, su vehemencia y su actitud resulten en exceso "modernas", es decir, apoyadas en un sentido del pasado y de la historia que no podemos exigir a los hombres de 1810.
Destrucciones y actuaciones urbanísticas que hoy lamentamos, respondían, entonces, a un sentido perfectamente explicable desde los presupuestos de modernización y saneamiento. Y no puede olvidarse que -aunque fallidas tantas veces- junto a la rapacidad y el saqueo, hay excelentes actuaciones de voluntad regeneradora y educativa por parte de autoridades francesas y "afrancesadas".
Ojalá que el entusiasmo y la energía del autor, encuentren el debido eco, y la meditación sobre el pasado, actúe de revulsivo del presente.
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