Prólogo
Miguel Artola Gallego
Catedrático emérito de Historia de España Contemporánea
Universidad Complutense (Madrid)
Presidente del Instituto de España
Juan Antonio Llorente (1756-1823) es, posiblemente, el intelectual español que más ha sufrido críticas y denuestos y, lo que aún es más grave, el autor que ha soportado los efectos de una conspiración destinada a silenciar una ingente obra que aún hoy no está al alcance de cualquier curioso.
Las razones de tan general reprobación y el silencio de quienes por proximidad ideológica o por razones de amistad podían haber tomado la palabra en su defensa, se explican por las circunstancias políticas que llevaron a Llorente a las filas de los afrancesados y por la prepotencia de los enemigos que se buscó al tomar parte en los más duros debates de su tiempo.
La carrera de Llorente ofrece demasiados comportamientos dudosos y Fernández Pardo no los oculta a pesar de la simpatía que siente por su biografiado. Es tal la densidad de su carrera, son tantas las vicisitudes que Llorente padeció en su vida, que sería bueno aprovechar este prólogo y los datos aportados por Fernández Pardo para recensionar su biografía y facilitar al lector su mejor comprensión.
La presentación que de su vida y obra hace el autor se concentra en cuatro momentos o partes cuyo enunciado es suficiente para descubrir la importancia de su envite y en buen medida el de los ataques que hubo de soportar.
En primer lugar, entre otras muchas polémicas políticas e intelectuales en las que se vio envuelto, Juan Antonio Llorente fue el protagonista del mayor debate del siglo XIX: el que enfrentó por un lado a publicistas pagados por la Corona y por las Provincias Vascongadas de otro en torno a los fueros, un debate todavía vigente, muy enconado y desgraciadamente poco esclarecido.
La segunda parte de este libro concierne al Santo Oficio y a los intentos de Llorente para abolirlo. La Inquisición es la punta de un iceberg del que quedan bajo el agua las muchas cuestiones relativas a las relaciones Iglesia-Estado cuando el Antiguo Régimen se acerca a su fin. Tampoco puede decirse que los problemas relativos a la Inquisición hayan quedado olvidados y las opiniones de Llorente provocan réplicas las cuales demuestran que, al menos, no se equivocó a la hora de elegir sus temas.
La tercera parte trata de la conversión de Llorente a los ideales revolucionarios franceses. La invasión francesa y la entronización de José Bonaparte fue y es motivo de escándalo y el papel de Llorente en ella dio origen a denuncias no sólo por su militancia política sino por su actuación en la dirección al frente de Bienes Nacionales.
La cuarta parte describe el duro exilio de Llorente en Francia, sus peripecias en este país, su radicalismo político y su corta estancia en España antes de morir. Ni siquiera el exilio calmó su espíritu y en los diez años finales de su vida aún tuvo fuerzas para continuar viejos combates.
¿Qué sabíamos de Llorente hasta este momento? A falta de otras noticias, la biografía de Llorente se reducía a un curriculum y a unos títulos, como tantas veces sucede en España para desgracia de lectores y frustración de estudiosos. Con todo, el empeño de su biógrafo nos proporciona en muchas ocasiones más de un hallazgo que iluminan capítulos obscuros de la vida de nuestro canónigo.
La vida de Llorente comienza, como corresponde a la mayoría de las gentes de aquel tiempo en un medio rural, en una villa riojana de un millar de habitantes, lo cual no es poco, donde no había más que los servicios mínimos de una parroquia y un pósito, viviendo en el seno de una familia en la que llegaron a madurar cinco hijos a pesar de no contar con más patrimonio que una casa y una docena de fanegas, insuficientes para vivir y merlos aún para proporcionar a la descendencia una educación. La única posibilidad de escapar al trabajo manual se encontraba en la Iglesia y dependía de la educación.
La muerte de su padre valió al joven Juan Antonio la protección de su tío, uno de los dos presbíteros beneficiados de la diócesis, pero uno de los empleos inferiores dentro del Cabildo calahorrano. De Calahorra pasó a Tarazona y con 17 años marchó a Zaragoza donde completó los estudios de bachiller en leyes, estudios que continuó hasta recibir en Valencia el título de doctor en Cánones en 1780. Un año antes se había ordenado y a los 24 años se encontraba en situación de merecer, aunque no pudo conseguir ninguna de las dos canonjías, a las que opositó en los años siguientes, pero pudo evitar, sin embargo, el oscuro destino pastoral en una parroquia rural, que lo habría condenado definitivamente al olvido, a cambio de conformarse con empleos menores en las oficinas de la diócesis y con una discutida capellanía que solicitó a título de beneficio familiar y que rentaba 100 ducados.
Llorente consumió la década de los ochenta en Calahorra sin encontrar medio de escapar a una vocación religiosa que no parecía entusiasmarle y sin más alternativa que la que pudiera darle su capacidad intelectual. En este tiempo, buscó una vía de promoción, como tantos otros clérigos, en las relaciones que podían establecerse con ocasión de las reuniones de las tertulias y comunidades científicas, más abiertas de las que se ofrecían en el resto de la sociedad. Las sociedades de Amigos del País y las Academias, a través de las plazas de académicos correspondientes y supernumerarios, constituían la única posibilidad y Llorente se aplicó a recorrer esta promoción hasta alcanzar el sillón de académico numerario en la Academia de la Historia, un triunfo empañado por las circunstancias en que se produjo, cuando José I comenzaba su reinado.
Gracias a sus publicaciones, sus primeros pasos en la carrera de las Academias le llevó a la de Sagrados Cánones, y en 1786 a la de Amigos del País de Tudela, cuya lánguida vida no cambió con su nombramiento, entre otras razones por no contar con su presencia. La Sociedad Bascongada, la primera de su género, representaba un empeño mayor y ello le sirvió para ser designado académico honorario de la de Bellas Letras de Sevilla. En los años sucesivos continuaron estos honores, pero los títulos y los trabajos que Llorente escribió con este motivo no le llevaron más allí del nivel erudito local (un término injustamente devaluado), fundamentalmente porque su obligada ausencia a las sesiones le privaba de las relaciones que buscaba afanosamente por razones intelectuales y profesionales.
Las posibilidades eran mayores en la Corte de Madrid, la cual se convirtió en la Meca de nuestro clérigo, como en la de tantos otros, que se reconocían una capacidad, poco o nada apreciada en su medio social. La importancia de este grupo social se aprecia en la publicación regular, paralela a la Guía de Forasteros del Manual de solicitantes, que recogía las direcciones de las personas influyentes de la Corte para uso de quienes venían a Madrid en, busca de recomendaciones para sus pleitos o de ayudas para hacer carrera. Y es que las relaciones han sido siempre un factor de primer orden para la promoción social y el medio más socorrido, sobre todo cuando no se disponía de cartas de presentación o de auxilios más poderosos, era presentarse como coterróneo.
No sabemos, a pesar del empeño del biógrafo, quien recomendó a Llorente para el impreciso empleo de consultor de cámara de la duquesa de Sotomayor, cargo que logró mantener durante tres años a partir de 1788, a pesar de los requerimientos de los individuos del cabildo de Calahorra para que regresara a su sede. Durante este tiempo, la actividad, que Fernández Pardo califica de frenética, es la mejor medida del valor excepcional que Llorente daba a su estancia en la Corte, estancia que podía verse interrumpida en cualquier momento de no alcanzar antes algún empleo de mayor interés que los que tenía en su diócesis.
Con tal empeño, utilizó todos sus medios para destacar a los ojos del ministro Floridablanca, cuando éste asistió a una de las sesiones de los Reales Estudios de San Isidro en la que tuvo la oportunidad de hablar. En Madrid, actuó como censor de libros para el Consejo de Castilla Real, un trabajo fácil de obtener para un clérigo que hablaba francés, pero que no ofrecía estabilidad ni retribución suficientes. Desempeñó también la función de secretario en la Inquisición de la Corte, aunque no obtuvo este empleo, mientras que barajaba otras posibilidades más o menos ilusorias, como una indeterminada plaza de inquisidor en América o un arcedianato en Tortosa, que no llegaron a materializarse.
En 1790, cuando las voces procedentes de Calahorra se hacían más apremiantes para su regreso, recibió una ansiada promoción: el título de canónigo, sólo que para su propia diócesis. La satisfacción por el cargo quedaba más que compensada por el disgusto del obligado destierro a su tierra.
Es fácil de imaginar el desencanto de Llorente al volver a Calahorra en 1791, con 35 años de edad y sin esperanzas de promoción. En este tiempo, los acontecimientos revolucionarios arrojaron de Francia a numerosos clérigos y Calahorra, como diócesis fronteriza, tuvo la misión de acogerlos. Llorente, que conocía el francés, fue el encargado de atender y vigilar a aquellos desdichados fugitivos y cumplió mejor con la primera pane del oficio. La relación con los eclesiásticos exiliados le llevó a buscar . por todos los medios la forma de atenderlos, aunque también contribuyó a darle un mayor conocimiento de la realidad revolucionaria en el país vecino. Denunció con un trabajo los "Ultrajes hechos en Francia a la religión y causas de la emigración de su clero", aunque nunca sabremos si respondía a inocencia o a propaganda la incorporación en sus páginas del texto íntegro de los decretos revolucionarios y de los preámbulos que justificaban las medidas de la Convención francesa. Dado que la censura perseguía la información más que la opinión, el libro no fue autorizado y el original se perdió.
Gracias a la promoción de su protector y familiar, Martínez de Bustos, al cargo de Comisario General de Cruzada, Llorente pudo alcanzar el puesto de juez subdelegado en Calahorra, lo que mejoraba sus ingresos pero también le ataba con un nuevo lazo a la ciudad. En un intento de rescatar para su diócesis ciertos privilegios arrebatados, el ejercicio del cargo le valió además su primer encontronazo con algunos de los diezmeros particulares del País Vasco. No tardaría en verse envuelto en conflictos mayores a costa de los fueros vascos.
Las necesidades financieras de la Corona fueron el origen del conflicto entre Godoy y las Provincias Vascongadas, en el que se planteó el debate acerca del alcance y origen de los fueros, con la ingenua creencia que supone pensar que la Historia, al dar la razón a unos u a otros podía solucionar el conflicto. El debate foral fue la mayor confrotación doctrinal del siglo XIX, más violenta que la que enfrentó a proteccionistas y librecambistas, y aún hoy concita tomas de partido, como si la realidad política actual dependiese de la opinión acerca de la naturaleza de los fueros.
Los contactos de Llorente con Godoy comenzaron en 1795 y en ellos se trató del problema del origen y prerrogativas de los fueros. Poco después, en 1798, el ministro Jovellanos llamó a la Corte a Llorente para que continuase su trabajo. Y para facilitar su mantenimiento ordenó que se le considerase como presente en el Cabildo de Calahorra. Cuando su trabajo había recibido las censuras favorables de los lectores a los que el ministro comunicó la obra, que no eran los oficiales del Consejo, la caída del ministro comprometió la edición. No hubo censuras ni licencia para su publicación y Llorente se vio devuelto a Calahorra, con 43 años y muy pocas esperanzas de ver editada su gran recopilación documental.
El último capítulo de esta historia continúa sin explicar. Un buen día, Llorente fue reclamado a Madrid por el ministro Caballero, el mismo que le había devuelto a Calahorra. A partir de este momento, la obra contó con todos los medios y colaboraciones y la Imprenta Real se hizo cargo de la edición de los cinco volúmenes de las "Noticias históricas de las tres Provincias Vascongadas", que vieron la luz entre 1806 y 1808. Esta gran investigación de Llorente, financiada por la Administración, provocó la réplica, igualmente subvencionada, de las Diputaciones forales en el País Vasco, a las que no podían dejar de inquietar los recortes en sus privilegios y los cambios políticos que habían tenido lugar en la vecina Francia.
Lo que en España se conoce como "jansenismo" fue un movimiento de reforma de la Iglesia destinado a librar a ésta de los muchos defectos que mostraba en su disciplina externa -formación de los seculares y disciplina de los regulares fundamentalmente-. Las mayores esperanzas de lograr estas reformas coinciden con el breve ministerio de Jovellanos en Gracia y Justicia (1798), y con la política del ministro Urquijo, que protagonizaba un año después el mayor conflicto con sus decretos sobre las dispensas matrimoniales, en tanto los planes de reforma de la Inquisición quedaron en las gavetas. Llorente militó decididamente en esta causa y su dictamen sobre las dispensas sólo fue conocido de personas de confianza, por lo que Llorente pudo conservar su status eclesiástico y su imagen pública sin grave daño. Había emprendido, sin embargo, otra empresa que resultaría al menos tan conflictiva o aún más que su trabajo sobre los fueros vascos.
Por otra parte, el tribunal de la Inquisición, como es sabido, era un tribunal que combinaba la jurisdicción criminal de la Corona con la eclesiástica de la Iglesia. Sus ministros eran clérigos y su organización tendió sobre España una tupida red de familiares laicos, que por este medio conseguían privilegios y, en su caso, protección; siempre controlados por un número menor de comisarios reclutados entre el clero secular y subordinados a la autoridad de las diversas instancias de los tribunales del Santo Oficio. La organización de la Inquisición duplicaba la trama, aún más numerosa aunque menos eficaz en la persecución de los comportamientos desviados, según los criterios de la Iglesia o de la Corona, formada por el clero secular y regular. El nivel de control de los súbditos fue asfixiante cuando este doble aparato funcionó eficazmente y no pasó de soportable cuando sacerdotes y religiosos dejaron de actuar como espías y la desafección de la Corona limitó las ambiciones inquisitoriales.
De este modo, la imagen de la Inquisición declinó en la opinión pública a medida que su justificación doctrinal se fue perdiendo por la ausencia de delitos contra la fe, y en la medida en que la tolerancia se fue abriendo camino en el modo de pensar de los españoles. La revolución de la doctrina penal provocada por la obra de Beccaria sobre los delitos y las penas (1766) hizo que los muchos que compartían sus ideas, descubriesen o confirmasen la incompatibilidad de los procedimientos y penas inquisitoriales con la nueva doctrina. Todo lo dicho no ha de entenderse como descripción de lo que se manifestaba en público, donde la Inquisición seguía siendo temida o respetada según las opiniones de unos y otros.
En la década de los 80, en que se consideraban buenos todos los medios de hacer carrera, Llorente consiguió sin dificultad el título de comisario del Santo Oficio de cuyo ejercicio nada cuenta y tampoco hay noticias documentales. Durante su primera instancia en Madrid se promocionó en la Inquisición con el empleo de secretario, que si bien le mantenía al margen de la delación y de la justicia, lo convirtió en principal testigo de los procesos en estos años, experiencia que contribuyó a formar su opinión sobre el Santo Oficio. En 1793, la promoción de Abad y Lasierra, -una antigua relación de Llorente según nos dice Fernández Pardo-, al cargo de Inquisidor General, reavivó su interés por el Tribunal, habida cuenta del interés del nuevo Inquisidor por introducir reformas en la institución. Entonces, encargó a Llorente que hiciese una investigación sobre la forma en que se dictaminaban los delitos de opinión en el Tribunal. Como consecuencia de ella Llorente escribió el "Discurso sobre calificadores del Santo Oficio", un punto importante aunque no determinante en la opinión dobre el Tribunal. Poco después se animó o le animaron a más y entró a juzgar la parte más sensible del Tribunal con su "Discurso sobre el orden de procesar en los tribunales del Santo Oficio", trabajo muy peligroso que permaneció en el secreto primero y en el olvido después hasta 1980. En 1795 la substitución del inquisidor puso fin, de momento, a los trabajos de Llorente, sin que afortunadamente para él, sus opiniones viesen la luz pública.
La gran crisis en la vida de Llorente, como en la de todos los españoles de su tiempo, fue la invasión francesa y la renuncia al trono de Carlos IV y Fernando VII, una decisión difícil de justificar y que afectó decisivamente a la opinión que muchos tenían de la Corona. En sustitución de aquéllos, Napoleón puso en el trono a su hermano José y la mayoría de los españoles se declararon en su contra. Sin embargo a unos cuantos miles, la fuerza de Napoleón, que estimaron insuperable, les llevó a colaborar con el Intruso y para un número menor de ellos, el cambio dinástico les pareció una oportunidad de cambio político que valía la pena intentar. Este grupo constituye un interesante colectivo, conocido como "afrancesados", grupo que al margen de su papel político en los años de la Guerra de la Independencia, representa la primera emigración política de nuestra historia. Crearon la imagen de España en el exterior y adquirieron en el exilio conocimientos e ideas que introdujeron al volver a España, doctrinas que habían de ser decisivas a la hora de organizar la forma del Estado.
Llorente fue uno de estos afrancesados y nunca renegó de su opción política por considerarla justificada ante las necesidades de la sociedad española. Aunque asistió a la Asamblea de Bayona, mantuvo en ella una notable discreción y se abstuvo de intervenir cuando se trató el tema de la Inquisición: su única intervención significativa fue la que hizo en favor de la libertad de expresión, fuente de todos los cambios. El canónigo de Calahorra volvió con la nueva Corte a Madrid y su fidelidad fue recompensada con el titulo inútil de Consejero de Estado y se le eligió como individuo de número de la Academia de la Historia, todo ello en vísperas de la evacuación de los franceses, cuando aún era posible cambiar de partido. Llorente sin embargo confió y siguió a José y el viaje selló su destino.
La soñada operación de cambio de régimen se convirtió en un guerra costosa y de imprevisibles resultados. En tanto se reunía en Vitoria un poderoso ejercito francés, el gobierno josefino, sin demasiados medios, tuvo que mantenerse recurriendo a los peores procedimientos a su alcance. A Llorente, por su condición de eclesiástico le correspondió organizar la confiscación de los bienes eclesiásticos a disposición de la Corona por la extinción de los conventos. Y comenzó como comisario general de Cruzada, un oficio que había practicado, y como Colector general de expolios y vacantes, un cargo que se parecía más a lo que las palabras nos sugieren hoy que al contenido de la regalía que había sido. Mayor trascendencia tenía el empleo de Colector general de los conventos suprimidos y suprimibles en España, que puso en sus manos la responsabilidad de cerrar los conventos y recuperar su patrimonio para la Corona. Si lo último tropezaba con la colaboración entusiasta de los comandantes franceses, que lo practicaban por su propia cuenta, lo primero resultaba tan fácil que bastaba con cerrar sus puertas. Llorente cuenta, con indudable satisfacción, cómo suprimió al paso por Lerma, cuando volvía a Madrid, tres conventos de frailes y otros tres de monjas, todo ello con sólo nombrar depositario y administrador a un presbítero del lugar, de cuyos trabajos y penas no se sabe nada. Desde Madrid nombró administradores provinciales y dictó una Instrucción, más eficaz en el papel que en la práctica para confiscar y custodiar el patrimonio histórico y artístico. El relato que nos ofrece Fernández Pardo de lo que fue la práctica de las confiscaciones tiene particular interés, entre otras razones, por la inmediatez a los sucesos y por los detalles de las operaciones, algo que echamos de menos en el caso de las posteriores desamortizaciones. La participación de Llorente en la selección de los cuadros con los que José quería obsequiar al emperador y más tarde en la de los que componían el famoso equipaje arrastrado por José L en su fuga, fueron las manifestaciones más dramáticas del precio de la colaboración con el enemigo, responsabilidad que Llorente no pudo eludir.
La otra cara de los trabajos de Llorente en los años ocho al doce no fueron tan satisfactorios como se podía esperar. Si no tuvo dificultad en recuperar el sillón de la Academia, en virtud de la anulación del acuerdo que le privó de él, tampoco podía hacerse ilusiones acerca de su destino en caso de derrota francesa. Sus responsabilidades en la dirección General de Bienes Nacionales no le dejaron mucho tiempo y aunque tuvo posibilidades para reunir documentos y medios para pagar a colaboradores, sus trabajos, fuera de varios manuscritos, de los que Fernández Pardo ha recuperado alguno, se limitaron a aprovechar sus papeles antiguos, a los que pudo añadir los que encontró en el archivo de la Inquisición. Durante este tiempo publicó los dos primeros tomos de su mayor empeño, nunca terminado, que son los "Anales de la Inquisición", que el Consejo de Castilla ordenaría retirar en 1817.
Mientras tanto, la retirada de parte de las fuerzas desplegadas en España para formar la "Grande Armée" que invadió Rusia, alteró la relación de fuerzas en la Península. El general Soult se vio obligado a abandonar Andalucía y la Corte hubo de buscar refugio en Valencia, a donde fue Llorente con muchos otros que temían los efectos de la hostilidad que provocaba su colaboración con el enemigo. Y aunque volvieron a Madrid fue para abandonarlo definitivamente y emprender la dura experiencia del exilio, cargada de inclemencias.
La vida de los españoles en Francia no fue fácil, dada la escasez de los auxilios que recibieron del gobierno imperial, reducidos aún más a la llegada de Luis XVIII. Cada cual resolvió su situación de acuerdo con su medios, facultades y relaciones. En el caso de Llorente, que logró llevarse consigo parte de sus papeles, el recurso a la pluma fue el medio de sobrevivir. Con independencia del dinero que llevó consigo y de los libros o documentos que pudo enajenar durante su estancia, la actividad publicística fue la única actividad y suponemos que la principal fuente de sus ingresos.
Quizás estimulado por la mayor libertad que disfrutaba, en siete años, de 1814 al 21, el número de sus publicaciones duplica a todo lo anterior y sus colaboraciones en la prensa son frecuentes sin llegar a ser regulares. Los temas de sus obras en estos años pueden reducirse a tres: la reivindicación política de los afrancesados, que sirve para justificar su propia actuación; los trabajos sobre la Inquisición, en los que cabe sospechar una cierta concesión al atractivo de las ventas; y los escritos sobre la Iglesia, donde su pensamiento llega a los enunciados más radicales.
La "Mémoire pour servir á l'histoire de la revolution de l'Espagne", publicada entre 1814 y 1816, es una versión afrancesada de los acontecimientos políticos acaecidos en España, destacando los riesgos de su radicalismo. Como no podía dejar de suceder, fue denunciado por quienes salían mal parados en sus páginas y por quienes sin razones personales no podían aceptar desde las filas absolutistas o liberales una interpretación tan sesgada. La "Defensa canónica y política de don Juan Antonio Llorente", editada en 1816, es una apología personal, objetivo al que contribuye también la "Noticia biográfica" que apareció más tarde.
Una publicación impresa en París por Clausel de Coussergues ofrecía noticias y una visión de los procedimientos inquisitoriales que Llorente no podía tolerar. Por eso contestó con una carta pública a su autor y para apoyar su tesis publicó la que sería su obra más famosa, la "Historia crítica de la Inquisición", el libro que formó la imagen de este tribunal en Europa durante más de un siglo.
En sus trabajos sobre la Iglesia, se aprecia una evolución respecto a las anteriores profesiones regalistas, que, sin duda, responden al contacto con la experiencia de la Iglesia que surgió en Francia después del concordato napoleónico. El antiguo regalismo, aún visible en la recopilación de sus "Consultas del R. y S. Consejo de Castilla y otros papeles sobre atentados y usurpaciones contra la soberanía del rey y su real jurisdicción" o en los "Monuments historiques...", da paso a la aceptación plena de las ideas revolucionarias que inspiran otras publicaciones suyas, como el "Discurso sobre una constitución religiosa considerada como parte de la civil nacional" y la "Apología católica al proyecto de constitución religiosa". Esta actividad publicística de Llorente, de no ser una atribución equivocada de la paternidad de un texto como sugiere Fernández Pardo, fue la causa de su destierro, para lo que se le señaló un plazo inposible dados los medios de transporte en aquella época. El retorno a España contra su voluntad no hizo feliz a nuestro canónigo, el cual no podía ignorar las amenazas de una próxima intervención legitimista en España, que encerraba toda clase de peligros para su persona, habida cuenta de la hostilidad que había provocado con sus escritos más recientes. Un ataque cardiaco le libró de sus temores.
Esta breve recomposición de la personalidad de Llorente procede del trabajo de Fernández Pardo a cuya lectura quiere contribuir y en modo alguno puede pretender suplir. En sus páginas se nos presentan los avatares de una vida, especialmente controvertida, en la que Llorente no pudo combinar la seguridad económica y personal con la estabilidad que transcurrió en su mayor parte al margen de los centros y de la actividad cultural que tanto le atraían. El destino de Llorente fue no reunir en un mismo momento las dos cosas que buscó a lo largo de su vida: la seguridad económica y la dedicación exclusiva a una vocación científica que nadie ha puesto en entredicho. Al igual que muchos de sus contemporáneos, buscó en la Iglesia lo que la sociedad no ofrecía aún. Y para conseguirlo y en ocasiones para lograr un tiempo para su trabajo, se vio en la necesidad de halagar, servir y soportar a quienes podían ayudarle y apoyarle.
La alternativa moderna que representaban la abundancia de lectores sólo la encontró en Francia y aunque no es posible conocer sus efectos económicos, sus escritos dejan entrever el sentimiento de libertad que disfrutaba. La reforma de la Iglesia, que también descubrió en Francia, no la conocería en España ninguno de su generación. Condenado como afrancesado y como mal clérigo y como plumífero al servicio de Godoy, que tan mal le pagó, lo fue también como saqueador de archivos. Muchas, si no todas estas acusaciones han sido refutadas o puestas en entredicho en la obra de Fernández Pardo, lo cual obliga a revisar su perfil y el carácter doctrinal de su obra. La crítica no ha logrado, en cambio, destruir la confianza en sus colecciones documentales, lo que es, sin reservas, el mayor de sus méritos.
Tras realizar esta vasta investigación sobre Llorente, la experiencia por la que aún ha de pasar Fernández Pardo es una parte del precio que ha de pagar por recuperar a un autor maldito. La realización de su libro le ha supuesto una gran satisfacción: la de no dejarse llevar por las opiniones establecidas, la de devolver la palabra a alguien a quien se ha reducido al silencio. Ahora es el momento de que el lector se forme su opinión.
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