Introducción
Aunque la pasión por el coleccionismo es un fervor que ha tenido hondas repercusiones sobre el arte, no siempre positivas, no deberíamos desconocer que tal afición ha servido para salvar una buena parte del patrimonio artístico español condenado a la destrucción por la desidia de todos.
¿Qué impulsa al hombre a coleccionar? Sin pensar en su futura valoración crematística, el coleccionista verdadero, con apasionado empeño, se esfuerza en salvar, recoger y documentar piezas no siempre suficientemente apreciadas. Las actitudes que arrastran a esta pasión por los objetos preciosos o raros algunas veces desmedida y hasta obsesiva y maniática, que ha llevado a muchos a la bancarrota, no son bien conocidas. Pero lo cierto es que el coleccionismo bien entendido nace por y para solaz del propietario de dichas piezas. La interesante biografía de uno de estos tenaces coleccionistas como el catalán Frederic Marès, revela hasta qué punto llega la obsesión y el goce por la búsqueda y recuperación de objetos, sin medios suficientes pero con el entusiasmo del que conoce su verdadero valor estático y cultural.
En un tiempo de tan fuerte mercantilismo como el nuestro, de tan poca formación estática y de tanta engañifa y vulgaridad en el que la gente se desvive adquiriendo objetos "kisch" de pésimo gusto, hemos de valorar aún más esta pasión que en el caso de otros coleccionistas catalanes como Lluis Plandiura, Enric Batlle, Maties Muntadas, Joan Prats y Pere Fontana, llevó a la recuperación de la pintura gótica, sólo estimada por unos pocos intelectuales a partir de 1915, en un momento en el que muchas piezas se encontraban semiabandonadas o arrinconadas en iglesias o almacenes de chamarileros, cuando no utilizadas como tablas para tarimas, asientos o mesas de altar, como bien revela el profesor Azcárate y conocen tantos anticuarios y coleccionistas.
En realidad, gracias a las rebuscas de los coleccionistas citados puede ufanarse hoy el Museo Nacional de Cataluña de exhibir una de las mejores muestras del arte gótico europeo. Pero sin salir de Cataluña, muy pocos museos locales hubieran podido crearse sin la aportación de personalidades como Amador Romaní, gran recolector de piezas naturalistas y prehistóricas; del entusiasta Balvey, que extendió su afición a objetos de arqueología regional, tejidos y cerámica setecentista; de Manuel Hugué, apasionado por los mosaicos romanos, pero también por las tablas góticas; o de Ros, poseedor de bellos ejemplares de azulejería antigua; por no citar a Capdevila, Rull, Pascá y a otros grandes coleccionistas y mecenas catalanes, entre los que también destaca Cabot, cuyo impresionante legado de vidrios hallí un día acomodo en el Palacio de Pedralbes. Aparte de los citados deben incluirse en el panorama del coleccionismo privado catalán del primer tercio del siglo XX, de corte burgués y nacionalista, otros egregios nombres como Massana, Rocamora, Amat-ller, Roviralta, o la del gran bibliófilo Gustavo Gili.
Lo sepamos o no, tras cada museo público se esconde la iniciativa indispensable de algún filántropo, el empeño particular de un aficionado al arte o de un coleccionista. El gran Museo Arqueologico de Barcelona sólo pudo constituirse gracias a los afanes y hallazgos de un buen grupo de ellos. Los fondos primitivos que permitieron su creación no hubiera podido constituirse sin las piezas de prehistoria catalana aportadas por Francisco Martorell; las cerámicas de Azaila de la colección Gil; los vasos de Archena, regalados por A. Vives; o los hallazgos de Puig Castellar, donados por E de Segarra. Y si existe el Museo Textil de Tarra-sa se debe al coleccionista J. Biosca, que recogió amorosamente tejidos coptos, velos bizantinos y damascos árabes. Lo mismo puede indicarse respecto del Museo Nacional de Cerámica de Valencia, creado gracias al botón y al regalo de los fondos reunidos por González Martí.
Texto extraído de Colección Gerstenmaier
Francisco Fernández Pardo
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